Como hago cada vez que puedo y el tiempo en El Hatillo está amable, salí a caminar con mis perros. Por supuesto, no llevaba celular y los “niños” estaban amarrados a mi cintura de donde colgaban además las llaves de mi casa. A mí me encanta dar paseos con Guille y Dora. Ellos se ponen felices y yo comparto su alegría. Dejamos que esta suerte de bosque en que vivimos nos dé la bienvenida.
No tengo ni la menor idea de cómo ocurrió. Mi último recuerdo es de un nido de pajaritos en el árbol de la casa de uno de los vecinos de la cuadra. De ahí a lo próximo no sé cuánto tiempo transcurrió. Quienes me conocen saben que yo soy poco dada a usar reloj porque el tiempo ha ido perdiendo importancia para mí. Dos caras familiares me miraban mientras yo estaba tendida cuan cortica soy en el gris oscuro de la calle, con Guille y Dora custodiándome. Los vecinos me ayudaron a ponerme de pie. Unos raspones en el brazo daban cuenta de la caída. Nada roto. Salvo la dignidad un poco magullada. Me cuentan que cuando trataron de zafar a los perros, estos gruñeron y se mantuvieron apostados a cada lado de mí, como defendiendo a su mamá. La culpa fue mía. Hace días que no como ni una pizca de sal. De vuelta en casa, ya dentro de la reja, los niños se dejaron soltar. Mami está bien. Ya podemos bajar la guardia.
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