Hace quince años…
Se dice fácil… y rápido. Pero han pasado quince años del
mayor error que ha podido cometer Venezuela. Lo escribo con convicción. Porque
elegir a la revolución para gobernar fue un error catastrófico del cual no conseguimos
aún medir la proporciones.
La calidad de los gobiernos no se mide tan sólo en cifras
macroeconómicas. Tampoco alcanza el análisis de lo microeconómico. Hay mucho
más tapado tras los gritos y estruendos que han caracterizado la puesta en
escena en estos largos y dolorosos quince años.
Hay que poner sobre la mesa los problemas que se han
agravado o que han surgido. No es cierto que porque tengamos hoy una nación
extremadamente politizada hayamos conseguido progresar en materia ciudadana. Cuando
se cree que es "normal" 41% de abstención en un país politizado hasta
los tuétanos, se está enterrando el espejo y la cabeza. Por el contrario, a
quince años lo que sí tenemos es una sociedad exhausta, craquelada y en
permanente riesgo de guerra civil. El nivel de hostilidad y de odio que sufrimos
hoy sólo es comparable con los relatos de las guerras de independencia y federal. La gente es capaz de irse a los
golpes por un rollo de papel sanitario, por un paquete de harina, por un litro
de leche, por un antibiótico.
Los venezolanos andan en modo de éxodo. De un país que no
llega a 30 millones, más de un millón se encuentran en diáspora. Las embajadas
y consulados no se dan abasto para procesar las miles o millones de peticiones
de visas. Los jóvenes tienen las ojeras mojadas. Pero buscan visa para un
sueño, la visa que ya su propio país no les da.
Aman a su nación con pasión pero sienten que cada día hay más y más
empeño en sacarlos de aquí. Hicieron lo que les dijimos que hicieran, que estudiaran
con dedicación y empeño, que se formaran profesionalmente, que buscaran una
buena pareja y armaran familia. Cumplieron los pasos que les prometimos los
llevarían al progreso. Pero la promesa básica no se cumplió. Tienen razón cuando sienten que los traicionamos. Y la verdad es que les enseñamos lo único que sabíamos: a ser gente decente. Y eso no bastó.
Las familias, rotas, esparcidas por el planeta, se han
convertido en espacios que se mantienen porque hay la posibilidad de mensajes
de textos, de emails, de fotos por Instagram y de conversaciones por Skype. Los
domingos familiares desaparecieron de la agenda. No hay cómo reunir a los hijos
y nietos. Ahora tenemos familias virtuales.
¿Dónde, dónde, dónde está la “patria querida”?
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