Yo soy mi propia voz...

Yo soy mi propia voz...

martes, 22 de octubre de 2013

Confidencias sobre un cuadernillo


Dicen que la gente de fines de un siglo no consigue entender a cuál siglo pertenece, si al siglo que la vio nacer o el siglo cuando habrá de morir. Dicen que acaso por ello es propensa a la emocionalidad excesiva.
Aurora era una muchacha de fines de siglo. Ella escribía. Todo el tiempo escribía. Era su única tabla de salvamento. Escribía en un cuaderno de hojas finas. Le escribía a ese muñeco de porcelana que se había tornado en su amigo imaginario. Le contaba sus cuitas. Las mujeres somos así. Necesitamos hablarnos a nosotras mismas. Acaso para no sentirnos tan perdidas, tan extraviadas.
Y en ese cuadernillo solidario sudaba. Ese día recordaba episodios. Sí, su vida era como una cadeneta de imprevistos.
Querido Pierrot,
Hace ya tiempo que vienes acompañando mis soledades. Recuerdo con precisión el día en que llegaste a mi vida, una suave tarde de junio junto al mar. El sol había brillado tanto que se había aclarado mi confianza. Abrí el paquete esperando encontrar cualquier cosa, menos un ser como tú. Recuerdo haber sentido que aquella lágrima que rodaba bucólica sobre tu mejilla, era como una copia al carbón de la que yo sentía corriendo en mi interior. Sólo que a mí me estaba vedado llorar.
Quien te trajo a mí, te compró quizás simplemente por tu belleza casi perfecta, tu piel inmaculada y sin defectos, o acaso porque me había visto extasiada frente a la vitrina admirándote. Pensó, tal vez, que sería un bonito regalo, romántico y dulce, como cuando se regalan rosas amarillas. Pero nunca reparó en nuestra semejanza, en nuestra blancura compartida, en nuestro absurdo, anticuado y estúpido deseo de seguir creyendo en el amor. Nunca entendió cuán importante serías en mi vida, cuánto habrías de solidarizarte conmigo con el correr de los años y el contable esfuerzo de enumerar éxitos y fracasos.
Colombina nunca entendió tu amor silencioso. Y tú nunca pudiste superar la ingenuidad de una pasión sin esperanzas. Ahora estás en la sala de mi casa, siendo quizás el más fiel en tantos años. No eres un adorno más que se coloca para dar carácter a una estancia. Muchos creen que lo eres; algunos llegan a preguntarme si no entristeces el aire. “El aire está triste porque yo estoy triste”, quisiera contestarles, pero guardo silencio. Contar tu historia sería como revelar nuestras muchas confidencias. Y hace mucho tiempo que dejé de creer que la gente sabe guardar secretos.
Para que no te sintieras solo en mi ausencia, permití la entrada a nuestra clandestina intimidad de algunos otros muñecos. Elegantes, bien vestidos y sin roturas. Tú, luego de aquella estrafalaria caída esa noche en Florencia, tratas sin éxito de esconder un orificio en tu cabeza, ese que no pude tapar a pesar de las muchas horas que estuve tratando de armar el rompecabezas de tus piezas rotas. En la vida, a algunas cosas cuesta volverlas a poner en su sitio.
Ya sé que crees que soy la única persona que te escucha. Me has repetido hasta el hastío que la gente no logra oírte por falta de sentimientos. No es cierto y tú lo sabes. Es sólo que hablamos desde nuestras entrañas, con la piel y el corazón, en un lenguaje que nos pertenece y que anida en esa privacidad incompartible, en la clandestinidad de nuestra vida en común.
Florencia... ¿te acuerdas de Florencia? Viajaste conmigo envuelto en una telas para protegerte de golpes y magulladuras. Y hasta que no encontré un lugar cálido donde vivir, salías apenas de tu escondite para escuchar mis cuitas y lamentos. ¿Te acuerdas que era otoño y no cesaba de llover? Yo llegaba de la calle, luego de haberme pasado el día tocando de puerta en puerta, buscando un pequeño apartamento para nosotros dos, con los pies empapados y el cansancio existencial a cuestas. No era fácil. Los florentinos sienten una cierta aprehensión hacia los estudiantes. Acaso porque creen que llegan con miles de sueños y los bolsillos vacíos. Y vaya si tienen razón. ¿Recuerdas que me recibías siempre igual? El único que no se quejaba ni exigía grandezas.
Aquel día alegre de la mudanza, entre tú y yo pusimos orden en ese pequeño y lindo apartamento cerca del Ponte Vecchio. Limpié, saqué los libros y la música, puse unos cuantos adornos y fotos, vestí la cama con sábanas blancas, y me senté junto a ti, a disfrutar del que habría de ser nuestro hogar por varios meses. No podíamos abrir las ventanas; era un ático y llovía a cántaros y el frío se colaba por las rendijas. Éramos, si acaso se entiende, completamente felices. Exprimiendo el quehacer de nuestra aventura en un país y una ciudad ajenos, que pronto entenderíamos y amaríamos con pasión loca y desmedida. Porque, ¿existe acaso alguna otra forma de amar?
La mañana que comenzaron las clases me despedí de ti desde la puerta. Te quedaste inmóvil sobre el cojín de la pequeñísima sala donde dormías tus sueños de comediante. Era mi primer día de estudiante extranjero en Florencia. Sí, tenía miedo y estaba nerviosa. Me sentía tan lejos de mi país, de mi casa, de mi familia. Mi incipiente italiano no ayudaba para nada en la entrada del vetusto mundo del academicismo florentino. Pero habría de hacernos camino, con o sin ayuda. Ahí estábamos, tú y yo, reconociéndonos, buscando algo que sentíamos, que no alcanzábamos a entender y que nos obligaba a seguir las señales de la ignorante intuición.
A los pocos días comenzó mi verdadero proceso de soledad, sin disfraces, sin máscaras, tal y como la había buscado. No es cierto que uno se adapte. Es mucho más que eso. Es aprender a vivir con uno mismo, a tolerarse, a tenerse piedad. Levantarse en la mañana y entender que no habrá quien conteste un “buenos días”. Estar sola me permitía la libertad de sentir sin barreras ni reparos, de escribir las cartas que envié y también las que nunca llegaron a la estafeta de correos, de dejarme llorar por las esquinas. Estar sola era darme el chance de descubrir quién era en realidad, de reconciliarme conmigo misma, de diagnosticar mis pequeñas verdades y descartar para siempre las grandes mentiras con las que a veces nos sentimos tan cómodos.
Es curioso sentir la emoción casi obsesiva del correo. Recuerdo que salía de clases a eso de la tres de la tarde, me reunía con amigos en la Piazza del Duomo a tomar café y hablar sobre cualquier tema y luego corría a casa, con la esperanza rutinaria de encontrar un sobre en el buzón. Muchas veces nada había pero ese ejercicio sistemático de esperar jamás lo abandona a uno. Sabía de memoria los horarios de Don Giovanni, el cartero, y hasta en ocasiones intercambiaba con él uno que otro saludo al cruzarnos en la acera. Ese personaje se torna en el ser más importante. Es, en definitiva, el portador de ilusiones, un desconocido que no sabe que es el emisario de sueños.
Tantas veces volvía a casa, luego del teatro, de un concierto o de un paseo en la campiña y corría veloz a contarte las cosas que había visto, las personas que había conocido, los pequeños aprendizajes que ocurrían con lenta pero pasmosa puntualidad. Porque cada día crecía por dentro, aun cuando la ropa me fuere quedando grande de tanto adelgazar. En ocasiones hasta me parecía que sonreías cuando te hablaba de mis muchos disparates, mis carreras para llegar a tiempo a clases o mis esfuerzos por corregir esos estúpidos errores en la gramática. Sentía tu mensaje de “aquí estoy, sigue adelante”.
¿Recuerdas aquella mañana de invierno? Era mi cumpleaños y yo presentía que todo terminaría. La noche anterior había tomado il treno a Roma para encontrarlo. No fui a buscarlo al aeropuerto. Me senté al lado del teléfono del hotel a esperar que sonara. Estaba segura que llamaría para cerciorarse que yo ya había llegado. No me permití ningún otro pensamiento que no fuera sobre él y lo que presentía ocurriría. Acaso un leve recuerdo de una amiga de la infancia que también cumplía años ese día. El timbre interrumpió esa digresión. Intenté una voz tranquila, serena, reposada, sobria, pero creo que no lo logré. Supongo que jamás sabré disfrazar la ansiedad, ni siquiera cuando sea más anciana. Debe estar en mi código genético.
Nos encontramos en plena Via Venetto o para ser más exactos en las escalinatas de Piazza Spagna. En Roma la gente se abraza y se besa en la calle, así que a nadie asombró la escena. Fue el encuentro de su angustia y mi pasión y una explosión de meses contenidos. Y por un instante, tan sólo un brevísimo momento, las estrellas, esas cientos de miles pequeñitas que llevamos por dentro, volvieron titilar y a iluminarlo todo.
Me quiso de veras, ¿sabes? A su manera, pero sí, mucho. Lo sé, ahora lo sé. No hace falta que repitas que no lo suficiente. Hizo, en definitiva, lo que tenía que hacer, lo que su conciencia le dictó, lo que la ley de los hombres define como apropiado. Fue de una manera fina. Bajamos los escalones de la Piazza y nos sentamos en el café más elegante de Condotti y acaso del mundo. Hacía frío en la calle y el viento soplaba, así que no me deshice del abrigo. Llegó un camerieri y pedimos algo, ni recuerdo qué. Seguramente café. Entonces hubo un largo silencio. Supongo que estaba armando su parlamento.
Raro. Ese día yo estaba vestida a la última moda, los colores apropiados, una bufanda preciosa, maquillada y peinada correctamente y con botas del más fino cuero italiano. Suena como irónico pensar que estaba perfectamente ataviada para un momento importante en el que no había manera de salir triunfante. Como la cantante de ópera que sabe que en el momento crucial le fallará la voz. Estaba nerviosa. Traté de romper el silencio, de hablar sobre cualquier cosa, con tal de evitar el tema que se precipitaba inexorablemente.
- Lindo día, ¿no? Frío, pero lindo.
- Nenita, tenemos que hablar.
Siempre me llamó “Nenita”. Claro, algunos años me llevaba. Desde mi perspectiva, era el hombre más dulce que jamás hubiera conocido.
- Sí, lo sé. Pero, ¿tiene que ser hoy?.... Bueno, sí, supongo que sí. 

Toda la historia te pasa enfrente como en rápido recuento. Dónde nos conocimos, el primer encuentro, la primera cena, la primera mirada, el primer roce, el primer susurro, el primer beso, el primer silencio. ¿Sabes que en ese momento hubiera dado cualquier cosa por callarle, por evitar que dijera esa maraña de argumentos irrebatibles que darían al traste con lo poco que habíamos logrado construir? Sí, claro que lo sabes, tú mejor que nadie. Y oyes, porque no te queda más remedio. Y contestas con silencio, porque no hay de otra.
Finalmente toca escuchar y vivir el no, que no por ser dicho suave y pausadamente, o siquiera por presentido, resulta menos doloroso y real o tan siquiera tragable. Y mucho menos cuando se tiene el corazón hecho pedazos.
Esa mañana en Condotti de veras me porté bien. Es un lugar precioso. Diseñado para encuentros y despedidas. No perdí la calma, me porté como una muy educada señorita de sociedad. Trataba de forzar una sonrisa. Comenzó a llover. Curiosamente, apenas unos días antes había estado leyendo unos versos de Prevert de un libro que él me había regalado:
Il a mis le café

Dans la tasse

Il a mis le lait

Dans la tasse de café 
Il a mis le sucre
Dans le café au lait 
Avec le petite cuiller 
Il a tourné

Il a bu le café au lait 
Et il a reposé la tasse 
Sans me parler
Il a allumé

Une cigarette

Il a fait des ronds

Avec la fumée

Il a mis les cendres

Dans le cendrier

Sans me parler

Sans me regarder

Il s'est levé

Il a mis

Son chapeau sur sa tête

Il a mis son manteau de pluie 
Parce qu'il pleuvait

Et il est parti

Sous la pluie

Sans une parole
Sans me regarder

Et moi j'ai pris

Ma tête dans ma main 
Et j'ai pleuré.
Recuerdo que salió del café; y quedamos en encontrarnos en la noche para cenar. Necesitaba estar sola, necesitaba darme el permiso para dejarme llorar. Durante horas caminé por Villa Borghese, tratando de encontrar algo que pudiera consolarme. Caminaba frente a las jaulas de los animales a los que siempre había compadecido por estar tras barrotes. Y ahí estaba yo, más presa que ellos, presa de mí misma, de mis propios sentimientos. Y mientras caminaba, lo veía en mis pensamientos y quería preguntarle como la canción, “... ¿cómo has hecho para que me enamore tanto y tanto?”.
Nunca llegué al restaurant donde nos habíamos citado para cenar. Nunca supe si él fue. Nunca nos atrevimos a preguntar. Me fui al hotel, recogí mi bolso y tomé el primer tren de regreso a Florencia. 

Durante mucho tiempo pensé que todo era una pesadilla, un mal sueño. Que nunca había ido a Roma, que nunca había estado sentada en ese café de Condotti, que no había sido cierta esa conversación. Trataba de engañarme pero todo era inútil. De vez en cuando, él me llamaba. Estaba hundido en la depresión, y buscaba apoyo en la única persona en el mundo que no podía ayudarlo, yo.
Aurora

Años más tarde, en otro cuadernillo y con otra pluma, Aurora escribe:
Amigo Pierrot,
Sigo escribiéndote, a pesar que presiento que no hace falta, pues de alguna manera insólita sé que lees mis pensamientos. Tengo la necesidad de pedirte perdón. Un día te fallé. Te guardé en una caja llena de asfixiantes bolitas de naftalina, y fuiste a parar al fondo de un gavetero. Sin tu presencia, fue más fácil engañarme. Un ataque de rebeldía, un querer olvidar, un querer cambiar y convertirme en esa fórmula de mujer que a tantas funciona, y que tantas veces me dijeron en el colegio que era el secreto de la felicidad. La absurda creencia que tú, con tu lágrima esquiva dibujada sobre la porcelana impecable de tu rostro, te interponías en mi futuro, que me impedías seguir adelante con mis planes. En ocasiones me pareció escuchar tu queja; y en la obscuridad de la noche tapé mis oídos con la almohada, y te ignoré.
Cuando me mudé, te saqué de la caja, y durante meses sentí tu mirada inquisidora. Escuché tu silencio. Quizás porque tú eres mi conciencia, mi otro yo. Pensando que tal vez me perdonarías si no te sintieras tan solo mientras yo estaba tantas horas fuera, traje otros muñecos. Pero tu silencio fue mayor, parecía retumbar en el parloteo incesante de los advenedizos.
Hace algunos años, cuando abrí la puerta, emitiste un sonido, una frase. Me aterré. En el fondo, nunca he sido otra cosa más que una gran cobarde. Tuve miedo de ti, y de todo lo que significabas. Y en ese “Hola, ¿qué tal?", pude sentir tus años de reproche, tu sensación de haberte traicionado, tu queja rebotando en el silencio ensordecedor de esta casa en la que volvía a estar sola.
¿Qué decirte que ya no sepas? Eres al fin y al cabo el resumen de mis memorias ocultas o dormidas, el cómplice de mis verdaderas historias. Pero quieres que lo escriba, quieres que me enfrente. Quizás sea hora de hacerlo.
Una vez hablé con él. Ya en varias ocasiones a lo largo de los años nos habíamos cruzado. Todas esas veces, nada fue igual, ni bonito, ni amable, ni tan siquiera civilizado. Dos personas que se quisieron tanto no pueden cambiar las clavijas del programa. Jugar a ser amigos simplemente no nos quedaba bien y hubiera sido, por decir lo menos, ridículo.
Fue por teléfono, con el escudo de miles de kilómetros de distancia entre nosotros. Al principio, sólo trivialidades, esas que se dicen cuando se tiene miedo.
- ¡Vaya, qué sorpresa! ¿Cómo te va? ¿ Qué cuentas?
No pude evitar sentir un nudo en el estómago. Era la primera vez en años que el que me hablaba era el verdadero él. Era su voz, esa que yo había aprendido casi de memoria. Me sentí tan perturbada como el día en que lo conocí. Era como si otra vez estuviese frente a mí poniéndome nerviosa con su mirada brillante. Y, de la nada, vinieron a mi mente toda clase de recuerdos, los encuentros furtivos en ciudades ajenas, las conversaciones a obscuras. Esos recuerdos que yo había sepultado. Y todo se inundó de estrellas, otra vez.
El hablaba sin cesar y yo presentía que la llamada no era sólo para saludarme, ni saber qué había sido de mí en todos estos años. Era como si su voz en la distancia quisiera disimular. Y volví a morir de miedo, el miedo de comenzar todo otra vez. Dios, lo había querido tanto.
Su subconsciente lo traicionó y me llamó “Nenita”. Sonó como una melodía conocida, de esas que no se olvidan nunca. Y, de lejos, volvimos a ser nosotros, los que nunca fuimos fáciles, los que compartíamos tanto y nada, los que sudaron sus vergüenzas y dolores, los que vivieron un amor intenso. Los que nunca descubrieron cómo ser felices.
Sí, nosotros, los de la sinfonía inconclusa, los que “no tuvieron más remedio”. Nosotros, los de las renuncias y las claudicaciones. Los que se dejaban llorar a escondidas por las calles de cualquier ciudad mientras tenían la vida hecha jirones. Nosotros, los que nunca consiguieron huir de la culpa y los remordimientos, los que a pesar de todo no lograban arrepentirse de lo vivido.
Fingí. Mentí. Hablé de una felicidad a dúo con un compañero solidario. Mentí. Hablé de un compartir las alegrías y un apoyarse en las dificultades. Mentí porque las verdades verdaderas pesaban demasiado.
- Dime una cosa, Nenita. ¿Verdad que fue cierto? ¿Verdad que yo no lo inventé? ¿Verdad que de veras tú y yo nos quisimos?
Dije que sí, que era cierto. Pero dejé entrever que eso formaba parte del pasado, de un capítulo cerrado de mi historia. Esa noche apenas dormí. Rumié mi fracaso, y volví la cabeza para ver al hombre con quien me había casado y con quien compartía gastos domésticos y una cama fría. Y tuve miedo, un miedo inmenso e intenso. Recliné la cabeza sobre la almohada y me juré intentarlo.
Pasé los meses siguientes luchando por salvar un matrimonio que estaba condenado al fracaso. Traté desesperadamente de ser la mejor esposa, la mejor amiga, la mejor amante. Dejé de escribir, de ir a conciertos, de escuchar música clásica, de leer a Benedetti y a Borges y a Prevert. Encontré justificación para todo. Un día me miré en el espejo y acepté que no podía más; simplemente que ya no tenía con qué seguir adelante. Estaba en bancarrota. Y no quedaba dentro de mí ni un ápice de fortaleza.
Ahora tengo un pequeñito refugio en el que me encierro a pensar, a escribir, a leer. Mis amigos se quejan que no quiero salir para ninguna parte. Cuando la queja es mucha, me maquillo la cara de alegría, me visto de señora elegante, digo unos cuantos chistes y los complazco; y ellos son felices. La gente es tan fácil de complacer. De cuando en cuando me voy de viaje, vuelvo a Europa, a sentarme en cafés, a caminar solitariamente.
¿Adónde voy en este viaje por la vida? No lo sé, ya no me importa saberlo. ¿Y sabes qué? Ya no necesito saberlo. Total, la vida sigue igual. Es importante hacer que las cosas ocurran. Pero también es importante permitir que ocurran. Y eso no lo sabemos hasta que nos ocurren.
Aurora

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